Claridad en otoño

En un día de dudas, tomó su bolso, se puso zapatillas y se echó a andar. Caminaba en ascenso entre los matorrales del cerro. Las hojas de los distintos tonos de verde y amarillo crujían a su paso, el viento silbaba secando su pelo húmedo en una danza incomprensible y las nubes en el cielo, grises de agua, eran testigos sileciosos de su andar. Cada pisada traía claridad a su mente, cada zancada le devolvía algo de paz. Entonces, jadeando, llegó a ese lugar perfecto, debajo del olivo. Sentada a los pies del árbol, miró hacia la ladera y, conmovida por la belleza del Aconcagua que serpenteaba sin prisa entre los accidentes del paisaje, inhaló una bocanada de viento helado y comprendió todo. No estaba sola. Sin importar la nomenclatura asignada a tan extraña condición, no estaba sola. Cerró los ojos y sonrió.

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